El despertador suena, inexorable, siempre a menos diez. Esta
vez no consentí un segundo reclamo. Me desperté sobresaltado en medio de la
calma de mi habitación, velada por el aún desdibujado albor que precedía al
amanecer. ¿De dónde podía salir tanto silencio? Minutos antes ese espacio lo
ocupaban las risas, el estruendo, el jolgorio de una noche que me costaba
reconocer como solo un producto de mis sueños y que me había dejado empapado
como una pesadilla febril. Me costó algunos minutos más recuperar totalmente la
vigilia. Me incorporé, y puse mis pies en el suelo en un intento de hacer
volver mi mente a la realidad. Poco a poco me fueron llegando las imágenes que
habían provocado mi turbación, en oleadas tan vívidas que casi parecían
recuerdos de otro tiempo, ¿o acaso lo eran? Las caras me resultaban familiares,
el tumulto me acogía como a uno más, la música me enjugaba el corazón con
ritmos que ahora me sonaban tan lejanos... ¿me estaría volviendo loco? Últimamente,
casi por obligación, solía disfrutar de noches plácidas de sueño continuado donde,
de vez en cuando, se colaba alguna imagen narcótica, de la que yo era
plenamente consciente aun en mi estado de no ser. Por eso sabía, en lo más
profundo de mí, sabía que esto no había sido un sueño. O al menos no un sueño
común.
La siguiente imagen que recordé aún me persigue. Una risa,
una carcajada abierta y ruidosa, sin pudor; sonó clara, clarísima y familiar, tanto
que tuve la necesidad de volverme a mirar tras de mí. Allí no había nadie. La
sangre se agolpaba en mi pecho y un ardor me recorría hasta las sienes. ¿Acaso
mi destino buscaba la forma de burlarse de mí? La voz tomada, ronca de hielo y
tabaco rubio, cantarina y juguetona, que tantos años atrás solía señalarme
junto a la mano de su dueña, desvergonzada, siempre implacable.
«Bendita cabrona»,
pensé cuando logré desimpresionarme, «consiguió moverme otra vez» y me eché a
reír junto a ella. Tal vez el tiempo había decidido esconderla entre mis demás vivencias para
no someterme en mis últimos años con aquellos días en que viví. O tal vez había
llegado el momento de hacerme esas preguntas que nunca antes me atreví a
contestar.
Un tintineo metálico; el reloj de pulsera da la hora en punto.
Bajo a desayunar. Por la escalera sube el olor de la costumbre, el que tras tanto tiempo resulta imperceptible. Ana ya debió
prepararme mi café y mis dos magdalenas.
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