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Un café y dos magdalenas.

    El despertador suena, inexorable, siempre a menos diez. Esta vez no consentí un segundo reclamo. Me desperté sobresaltado en medio de la calma de mi habitación, velada por el aún desdibujado albor que precedía al amanecer. ¿De dónde podía salir tanto silencio? Minutos antes ese espacio lo ocupaban las risas, el estruendo, el jolgorio de una noche que me costaba reconocer como solo un producto de mis sueños y que me había dejado empapado como una pesadilla febril. Me costó algunos minutos más recuperar totalmente la vigilia. Me incorporé, y puse mis pies en el suelo en un intento de hacer volver mi mente a la realidad. Poco a poco me fueron llegando las imágenes que habían provocado mi turbación, en oleadas tan vívidas que casi parecían recuerdos de otro tiempo, ¿o acaso lo eran? Las caras me resultaban familiares, el tumulto me acogía como a uno más, la música me enjugaba el corazón con ritmos que ahora me sonaban tan lejanos... ¿me estaría volviendo loco? Últimamente, casi por obligación, solía disfrutar de noches plácidas de sueño continuado donde, de vez en cuando, se colaba alguna imagen narcótica, de la que yo era plenamente consciente aun en mi estado de no ser. Por eso sabía, en lo más profundo de mí, sabía que esto no había sido un sueño. O al menos no un sueño común.

    La siguiente imagen que recordé aún me persigue. Una risa, una carcajada abierta y ruidosa, sin pudor; sonó clara, clarísima y familiar, tanto que tuve la necesidad de volverme a mirar tras de mí. Allí no había nadie. La sangre se agolpaba en mi pecho y un ardor me recorría hasta las sienes. ¿Acaso mi destino buscaba la forma de burlarse de mí? La voz tomada, ronca de hielo y tabaco rubio, cantarina y juguetona, que tantos años atrás solía señalarme junto a la mano de su dueña, desvergonzada, siempre implacable.

     «Bendita cabrona», pensé cuando logré desimpresionarme, «consiguió moverme otra vez» y me eché a reír junto a ella. Tal vez el tiempo había decidido esconderla entre mis demás vivencias para no someterme en mis últimos años con aquellos días en que viví. O tal vez había llegado el momento de hacerme esas preguntas que nunca antes me atreví a contestar.


                                                                         ***
    Un tintineo metálico; el reloj de pulsera da la hora en punto. Bajo a desayunar. Por la escalera sube el olor de la costumbre, el que tras tanto tiempo resulta imperceptible. Ana ya debió prepararme mi café y mis dos magdalenas.

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