'Al buen entendedor pocas palabras le
bastan'. 'A palabras necias, oídos sordos'. Siempre he sentido un
aprecio especial por nuestro refranero. Aparte del arraigo
consuetudinario, años y años de tradición no impiden que, aunque
su uso vaya decayendo y sean a veces despreciados y sustituidos por
nuevos emblemas mucho más progres
y dospuntocero, aún permanezcan invariables y erguidos en un
status de superioridad en las memorias que ríete tú de la
macarena.
Este defender castizo, con un tanto
sabor a rancio para algunos, lo defiendo enseguida: si el refranero
perdura es por su afinidad con el pensamiento común y atemporal; los
refranes contienen claves tan esenciales que ni el transcurrir de las
modas, de las generaciones, del devenir histórico, sociocultural y
(por tanto) psicológico, han sido capaces de borrar sus huellas
hasta llegar a hoy. Y me niego a pensar que sea por puro catetismo. Y
me inclino a favor de las verdades universales. Esas que nos enseñan,
o que no, pero que intuimos, que parecen como grabadas en nuestro
código genético, o en ese lugar que el señor Jung llamó el
inconsciente colectivo. Porque son las verdades inherentes a
nuestra condición, nuestra filosofía más primitiva.
Pero las tradiciones no sobreviven al
devenir así como así. Son dinámicas, y ese dinamismo con que
perduran no es solo exterior; no sólo se transmiten y crecen en el
tiempo, también han de renacer de a poco, de reconstruirse para
pervivir. De nuestro ingenio y nuestra creatividad depende ese
trabajo hoy.
….y si no yo te digo, que a oídos
que no quieren oír, palabras que no serán perdidas.
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