Cualquiera con vicios sabe que la
dependencia no es una línea recta. Mis picos de fumadora compulsiva
suelen coincidir con la quietud de la noche, la reflexión en
miscelánea y una banda sonora cualquiera capaz de poner en armonía
lo estruendoso de una tormenta interna.
Suena Danza ritual del fuego (“El
amor brujo”, de Falla). El sonido del oboe es delicioso, evocador,
casi exótico. Confieso mi total desconocimiento en lo que a música
clásica se refiere. A decir verdad, no sé nada sobre ningún tipo
de música en concreto. Pero, ¿acaso es necesario aquí 'saber'?
Si alguna virtud tiene la música, o mejor dicho, por destacar alguna
entre sus otras muchas, es precisamente ese carecer de razón, de
objetividad, de valoración pura y absoluta. La música tiene un poder
personalísimo, y a la vez es sensación y emoción universal. Esa
universalidad indulgente, que no juzga y no distingue. El que
distingue ya eres tú, ella se presenta ante ti y sin compasión
alguna te nombra dueño y señor responsable de sus posibles
consecuencias. Porque las hay, de eso puedes estar seguro. Desde el
tímido suceder en tu cabeza del estribillo pegadizo de un anuncio
que oíste al coger el autobús esta mañana, hasta el riff
rocanrolero que sonó en aquel momento de aquella historia y que aún
te encoge las entrañas como el sonar del móvil a las 4 de la mañana
(y no era una comparación ociosa: la historia y tus esperanzas vía
whatsapp a deshora llevan siempre un mismo nombre).
Dicen
que cada cual ha de cantar su canción. Explotar su melodía
particular. Hazte sonar. Pon en cada momento el ruido de tu
presencia.
Comentarios
Publicar un comentario