Fue una tarde bastante tranquila.
Quizá había oscurecido ya. El tiempo transcurría con bastante normalidad. A
decir verdad, el día había transcurrido con una ordinariez casi vergonzosa. Me
recuerdo enfrascado en uno de esos tantos debates mentales que iniciaba ya casi
por diversión y para los que cualquier mínimo detonante, una duda cualquiera,
era suficiente. No recuerdo el motivo. Tampoco sería de interés. Pero aquella tarde
fue la que me hizo entender todo. Aquella tarde comprendí que me había pasado
años complicándome la vida por un sentimiento que yo consideraba absurdo,
caótico, indecente, aterrador, intangible. Un día me había enamorado y, desde ese
día, el mundo se había convertido en un lugar inhóspito, abominable,
inaccesible, que me había ido arrebatando todo aquello que yo alguna vez sentí
como auténtico, como verdad; se había apoderado entonces de mí una bruma de
recelo hacia lo que me rodeaba, ahora ya no estaba seguro de nada, y en nada.
¿Cómo iba a estarlo, si ni siquiera sabía lo que ocurría en mí? ¿Cómo mantenerme
erguido ante los vientos de la pasión si no podía encontrar amarre ni en mí
mismo? ¿Cómo permanecer cuerdo cuando la intensidad te desbarata y te hace dudar
de todo lo que eres, y hasta de todo lo que el otro es?
Magnificamos tanto el amor que lo
simple siempre se nos resiste. Aquella tarde comprendí que, desde que amé, en
realidad mi mundo era pura dicotomía. No había más: mi mundo se dividía entre
ella, y todas las demás que no eran ella.
Comentarios
Publicar un comentario