Cuando una es curiosa, que lo es, la
mayoría de las veces se le va de madre y acaba vagabundeando por estos mundos
de redes y topándose con personajes y vidas de lo más variopintos. Porque si
hay algo que nos gusta a todos es una buena historia, y más todavía un buen protagonista,
y cuando no existe nos enfadamos y como niños caprichosos que quieren su cuento
de buenas noches decidimos darle color por nuestra cuenta. Que a veces los
caprichos se nos van de las manos y nos convertimos en titiriteros de la peor
calaña también, pero eso ya en la conciencia de cada uno quede.
El caso es
que el otro día me topé con la historia de un señor cualquiera, llamémosle S, por
señor y por superman, por lo que sigue. Un tipo de mediana edad, de bastante buen
ver, cuidado y esmerado, nivel medio-alto en la calle y en la cocina. Su señora
Señora, con la que se ve mantiene esa complicidad cuasi fraternal de los matrimonios
añejos. Pater familias y con orgullo de un número bastante correcto de
criaturas, monísimas todas ellas por supuesto. De buen vino y buen chuletón, porque
todo el mundo sabe que no hay estatus que se precie sin buen vino y buen chuletón.
Deportista y lector, porque mens sana in corpore sano. Siempre bien rodeado de
amigos simpáticos y con pinta de preguntarte por tu madre cuando te llaman. Con
retweets a Michelle Obama y destellos de ironía fina si ciertos
comentarios rebasan los límites de su moral impoluta. Qué derroche de
perfección, cuánta locura.
Confieso que
me lo tragué. Sí. Por un momento fantaseé con esa parte cuidadosamente
diseccionada de la vida de S y me pareció una vida real, factible, posible.
Aunque al mismo tiempo fuera consciente de que cumplía los mismos paradigmas en
que se enclava la literatura: una vida que se parece a la vida real pero que
sabemos que no es, pero que al mismo tiempo resulta tan curiosamente verosímil,
que aceptamos la ficción. Y yo, una millennial de tomo y lomo a la que
la generación fantasía de Instagram le ha pillado ya crecidita y con cierta
capacidad para detectar impostores, me sorprendo creyéndome la vida de este
señor como una quinceañera el culo de la Kardashian. “¿Es que no habré aprendido
nada?”, me pregunto. Es posible. Pero algo me dice que la perfección del culo
de Kim y la de la vida de este señor tienen muchas diferencias. Cuando pienso
en S personaje (S real no es así, ya lo sabemos) me invade una sensación de
bienestar extraño, el placer del equilibrio y la armonía; se dispara mi radar
interno que detecta la existencia de ese lugar seguro donde-nunca-pasa-nada-malo.
Es como esa película dominguera protagonizada por familias perfectas imposibles
y situaciones inverosímilmente adecuadas. Sabemos que no son verdad, pero nos
las tragamos dobladas, y con gusto. Aun a sabiendas de que hogares sin líos son
puro teatro (y si no que se lo digan a otros señores como Enrique Ponce
o nuestro querido emérito). La vida de S parece reconfortar una expectativa de lugar
ideal que se halla en mí, a pesar de que, ¡oh vaya! ni siquiera es el lugar con
el que me identifico. Punto crítico que aún no me atrevo ni a mirar.
Luego me da
la risa pensando en lo absurdos que somos, tan atraídos por inventar seres
ideales a los que adorar, cuando de existir ellos nos repudiarían como a lo que
somos, seres defectuosos, hijos del agravio, comunes, mediocres, un insulto al
ideal. Aquí estoy yo, admirando a mi personaje S, mientras que él no sabe ni
que existo, ni creo que le conmoviera mucho de saberlo. Por suerte S no existe y,
de hecho, es así como tiene sentido. Dejemos los S para la ficción y desistamos
ya de construir ideales, que luego encima nos decepcionan. Y además de
cornudos, apaleados.
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