Llega diciembre y vuelve a pillarte con la casa sin barrer y la cabeza sin ordenar.
Llega el diciembre más inconcebible que (ni) podíamos imaginar. También, quizá, el diciembre más destructivo, constructivo, desautomatizador. Lo genial de los momentos extraordinarios es que son grandes maestros si estamos atentos a sus lecciones.
Llega diciembre y yo, como tantos, he aprendido, a base de ostias y regalos. Me quitó, me dio, y sobre todo me dejó ver mucho, mucho que ignoraba.
Que tener miedo puede ser un estado natural, pero si lo disimulas nadie lo nota y a veces hasta tú mismo lo olvidas.
Que tus demonios te acompañan y se mudan contigo, y aunque a veces se convierten en caras y nombres siempre siempre están primero en ti.
Que las dudas son razonables y las certezas, la mayoría de las veces, no son conclusiones sino intuiciones.
Que ser sensato está bien, que ser impulsivo está bien, que el equilibrio es lo enriquecedor.
Que nada te hace tan feliz como darle sentido a tu tiempo.
Que elegir da un vértigo horrible, pero te lleva a algún sitio, y la indecisión no. Y hemos venido a movernos.
Que el amor más real que vas a vivir es el tuyo, el que tú das, y el que tú recibes de ti. Si aprendes a mirar y experimentar ese, los demás dejan de importante tanto.
Que los que deben rodearte son también aquellos con los que podrías marcharte sin dar explicaciones y aun así no te juzgarían.
Que bastante te van a juzgar ahí afuera como para que encima vayas tú y los ayudes.
Que si sientes que no, seguramente sea que no. Pero tampoco pasa nada por tomarte tu tiempo en averiguarlo.
Que no te preocupes tanto, porque, spoiler: la vas a cagar igual. Pero al menos las cagadas hacen tu vida más interesante (para tus futuros nietos / tus futuras reuniones con amigos).
Que el tiempo es oro, pero ahogarte exprimiendo tu tiempo no lo hace más duradero.
Y lo más importante, el aprendizaje más valioso, el consejo de siempre y de ahora, el que de verdad de la buena te dará paz: fluir.
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