Hoy no tenía ganas de cocinar. Eché mano a lo que tenía en la nevera y al fondo encontré dos huevos solitarios que se arriesgaban a ser utilizados pronto o pasar a mejor vida. No se diga más. No está el patio como para ponerse rebelde y desafiar lo que a una se le presenta fácil.
Casco los huevos y me acuerdo de
mi abuela. Ella me enseñó – bien- que si la tortilla es de más de un huevo, no
vayas a echar todos los huevos juntos Mari, porque si uno te sale malo ya
tienes que tirarlos todos. Y qué desperdicio. Ve uno por uno, casca primero
uno en un bol, y si sale bueno, ya lo juntas con los demás. Abuela, lo confieso,
alguna vez te he fallado. Alguna vez me apeteció hacer locuras y casqué los
huevos uno detrás de otro sin separarlos, aposté fuerte a ciegas y gané, porque
no salió huevo cortado, ni pasado, ni nada.
Esas veces sentía el regocijo
interno del niño desobediente que se suelta de la mano y cruza la carretera a
lo loco y sin mirar, y llega al otro lado sano y salvo. La atrevida superioridad
que te da el ves, si no pasa nada, son todo cosas tuyas, eres
demasiado cuidadosa. Pero mi niña interna nunca llegó a ser esa joven
despreocupada con la que un día soñó. Cuando me paraba a mirar mi pequeña
victoria frente a la tradición, mi acto de desacato a mis raíces, las yemas
flotando intactas y perfectas en la clara aún gelatinosa, se instauraba en mi
interior una sombra punzante que no me permitía disfrutar de ese momento, mi
momento de gloria. Abuela, te he fallado. He ganado, pero te he fallado. Y en
el fondo de mis entrañas lo sé, sé que hay algo que no está bien, lo intuyo, pero
no lo consigo vislumbrar. Y solo me crea malestar, porque no me permite
disfrutar de MI momento. No me deja ser yo y mis circunstancias y mi libertad
de decisión.
Lo de batir los huevos ya me parece de un grado de destreza supremo. Por más que lo intente, siempre acabo con un brazo entumecido y una mezcla medianamente homogénea pero sin espuma ni gracia alguna. Utilizo la técnica del tenedor, porque lo intenté con el batidor y comprobé que por mucho que utilizara un método más sofisticado el resultado seguía siendo el mismo. Muchas veces esperamos soluciones distintas solo con cambiar el decorado, cuando el problema no está ahí. Coge el tenedor así, vuelca un poquito el bol, haz movimientos circulares, el movimiento es solo de muñeca. Esta vez es la voz de mi madre. Ella, campeona de las batidoras, lo logra sin despeinarse y con un arte natural que estoy casi segura de que algo de innato tiene. Tengo 28 años y aún confío en que mejoraré mi técnica, pero también en que nunca lo haré como ella. Hay tantas cosas que nunca haré como ella.
El aceite está casi listo. Es el momento. Vierto la mezcla (casi) homogénea hasta que forma una película regular, y la dejo hacerse. Recuerdo la primera tortilla que intenté hacer en esta casa. La vitro es bastante empática con el TOC y nunca más saldrás sin preguntarte si cerraste el gas, pero tiene su aquel, y como todo, su tecla. A aquella primera tortilla no le vamos a llamar tortilla por no desmerecer el calificativo. Pero casi nueve meses después, tras intentarlo y proponérmelo, tras algunos desastres y otros no tan desastres, mi tortilla se va dorando y cuajando sin prisa pero sin pausa, adquiriendo una textura esponjosa apetecible sin el característico olor que advierte que la parte que no ves no es tan bonita como la que tienes delante.
Mamá, tú me enseñaste que batías como
ninguna. Hubo muchos momentos en los que pensé que yo nunca podría. Nunca
podría ser tan diestra como tú, nunca sabría hacer todo como tú, nunca tendría
tu fuerza, tu valentía, tu maravillosa disposición para todo y para todos.
Nunca tendría tanta energía para sobrellevar cada día los retos que te pone la vida.
Nunca sería tan querida por todos, tan admirada por todos, tan apreciada como
tú allí donde fuera. Pero mamá, ya lo entendí. Yo no tenía que ser como tú. Yo
tenía que ser yo. Y entender que mi vida era la mía y no la tuya. Y que mi camino
era distinto. Tendría sus retos, sus dificultades, sus premios y sus aventuras,
como el tuyo. Me haría crecer y sufrir y ser feliz, como el tuyo. Me permitiría
superarme cada día y seguir luchando, como a ti. Pero nuestros caminos tenían
vías distintas, y por tanto, también metas distintas. Ahora voy trazando mi
camino día a día, y aunque por momentos me siento sola y perdida, y mi niña
interior te quiere gritar desamparada, he aprendido a escuchar mi propia voz y
mirar tu camino no como un atajo, sino como una inspiración. Y mamá, sabes qué.
Tu me enseñaste a batir huevos y aunque yo he aprendido regular, ahora puedo
compartir contigo lo que yo he aprendido. Ahora puedo compartir los secretos de
cocinar en la vitro contigo.
Y abuela, a ti también te
entendí. Ahora entiendo ese sentimiento que en su día me enfurecía porque no me
permitía disfrutar completamente del placer de desobedecerte y que saliera
bien. Abuela, tu no me cohibías, ni pretendías hacerlo. Tu solo querías protegerme.
Tú solo deseabas que todo saliese bien, que todo me saliese bien, como toda
abuela que se precie. Tú sabías algo que yo desconocía. Tu sabías la vida. Y sabías
que el sufrimiento no es opcional, que vivir duele y las pérdidas son
inevitables, porque, de hecho, cada decisión es también una pérdida, y la vida
es decidir. Y tu me enseñaste que, ya puestos a tener que perder, no vaya uno a
perderse también en el proceso. Que uno puede perder un huevo pero, si es listo,
no perderá media docena. Que siempre habrá un consuelo en la pérdida si uno es
consecuente con lo que hace y con quien es.
Y sabes qué, abuela. Hoy también me he atrevido a darle la vuelta a la tortilla en el aire. Y ha salido bien. Y mañana ya veremos.
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